El ritmo secreto de Playa Grande: música, mar y energía en Gavà, Barcelona

La música comenzó como un susurro, como una brisa tibia que se filtraba entre las mesas y acariciaba las copas sin hacer ruido. Eran las doce del mediodía y en Playa Grande, ese rincón donde el mar y la arena parecen haber pactado una tregua eterna, los primeros acordes flotaban con la despreocupación de quien no tiene prisa.

Al principio, todo fue un murmullo en clave de jazz, un vaivén de soul y funk setentero que se deslizaba entre los comensales como el eco de una tarde sin urgencias. Las miradas se encontraban, las conversaciones tomaban el ritmo de la música, y hasta el sol parecía haberse dejado envolver por aquella melodía que no se imponía, pero estaba en todas partes.

Entonces, sin que nadie pudiera precisar cuándo, algo cambió. Un contrabajo más firme, una síncopa juguetona, el leve desafío de un groove que insinuaba otra posibilidad. Primero, fueron los dedos marcando el pulso sobre la mesa. Luego, un pie que se despegaba del suelo con cierta complicidad. La música, que hasta entonces había sido un telón de fondo, comenzó a tomar forma propia, a reclamar su espacio.

Cuando dieron las seis, ya no quedaba nadie quieto. Las sillas vacías, los cuerpos entregados a un ritmo que los conducía sin necesidad de preguntar. La tarde se desarmó en pasos de baile y el sonido dejó de ser un simple acompañante para volverse protagonista.

Al fondo, el mar seguía en su vaivén hipnótico, como si todo lo que había ocurrido en la última hora hubiese sido solo un espejismo. Pero en el aire, aún vibraba algo más. Algo que se parecía mucho a la felicidad.